La imparable ola de crecimiento tecnológico que se inició con la revolución digital de mediados del siglo pasado y que ha tenido en los últimos veinte años su escenario de mayor evolución, ha convertido nuestro mundo en un tornado de novedades en el que ya no es posible tomar distancia entre una tecnología nueva y la siguiente, ni dimensionar la influencia que éstas ejercen en la manera como concebimos la vida, el tiempo, el espacio y las relaciones.
Segundo a segundo nos vemos inundados por una interminable serie de nuevos desarrollos que se materializan, ya sea en forma de dispositivos electrónicos o de impensadas posibilidades para llevar a cabo nuestras acciones más básicas.
Los smartphones son sin duda uno de los más notables símbolos de esta era en la que hemos sido arrastrados a reconsiderar nuestras concepciones más arraigadas sobre asuntos tan humanos como la comunicación y las interacciones con otras personas.
Dispositivos brillantemente diseñados y productos gloriosos de la ingeniería, los teléfonos inteligentes son auténticas sucursales del mundo virtual en los que se conjuga la tecnología con la diversión, la información sin barreras, las posibilidades ilimitadas de conectividad, y un número infinito de herramientas y aplicaciones que facilitan organizar la vida y el tiempo.
Su uso y su presencia se han vuelto absolutamente comunes en todos los escenarios del mundo capitalista y el ritmo vertiginoso al que invaden el planeta, hace inevitable que tarde o temprano todas las personas puedan acceder a ellos.
No obstante, y destacando su contribución a la difusión de información en los ámbitos profesionales, así como sus crecientes posibilidades para acortar aún más las distancias y facilitar la vida de las personas, vale la pena reflexionar sobre la manera como han venido a transformar las relaciones humanas y el modo en que entendemos la comunicación.
Marshall McLuhan, gran visionario de la tecnología y perspicaz analista de la comunicación, afirmaba que toda tecnología nueva crea por definición una cultura y viene a remplazar a las que ya existían previamente. Esta es una realidad que hemos evidenciado una y otra vez, y cada vez con mayor frecuencia en las dos últimas décadas. Es esto precisamente lo que observamos hoy con la expansión irrefrenable de los smartphones y las nuevas dinámicas de relación que estas maravillas tecnológicas han generado.
Ese nuevo concepto de comunicación que hoy atestiguamos parece estar ligado a la posibilidad de conectarse virtualmente con una cantidad incalculable de personas y sostener con ellas al menos unos que otro intercambio de palabras, imágenes, aplicaciones interactivas y contenidos efímeros.
Es una forma de comunicación en la que priman la cantidad y la inmediatez de los mensajes, en la que todo se hace más breve solamente para que también sea más rápido, una forma de interactuar en la que, aunque hay millones de personas conectadas en red, pocos están realmente interesados en los otros y se buscan preferentemente temas superficiales como excusa para conversar y escaparse del mundo exterior.
Como sucursales innegables de ese mundo virtual, los smartphones ofrecen todas las posibilidades para entrar en contacto con personas de las que en muchas ocasiones ni siquiera se sabe nada y cuya presencia de desvanece en cuanto se apaga el teléfono o se corta la conexión. Y aunque es esta la manera como internet nos ha hecho posible relacionarnos con aquellos que están a distancia, lo cierto es que los smartphones han permitido llevar esas “presencias fantasmales” a todos los lugares y tener la sensación de que se tiene el mundo en el bolsillo.
Y aunque en esencia puede que no haya nada de negativo en estar en contacto con esa otra dimensión del planeta, lo que realmente puede ser cuestionable es la forma como esas interacciones virtuales han empezado a remplazar rápidamente a las reales y cómo esa conexión electrónica puede representar un rompimiento con las relaciones cara a cara entre los seres humanos.
Se han vuelto muy comunes las escenas en las que personas que se reúnen en el mundo material en realidad están desconectadas entre sí porque tienen la atención puesta en su teléfono y se autoexcluyen de la conversación tradicional. O los múltiples casos de trabajadores y estudiantes que disminuyen su rendimiento porque parecen interesarles más las interacciones virtuales que sus labores. Situaciones absurdas en las que la comunicación personal y el intercambio con el mundo material se interrumpen a causa de los omnipresentes smartphones.
¿Estamos asistiendo acaso a un mundo en el que cada vez estaremos más conectados, pero emocional y socialmente menos vinculados? ¿Están perdiendo nuestras relaciones ese carácter natural y biológico que las ha definido por milenios? ¿Hemos de aceptar que nuestro concepto de comunicación e interacción está condenado a transformarse sin fin?
Los smartphones son dispositivos de gran utilidad que nos han abierto una infinidad de posibilidades para hacer nuestra vida más cómoda y divertida, además de darnos las herramientas para establecer conexiones con el resto del planeta y potenciar nuestros contactos personales y profesionales a niveles antes inimaginables. Usarlos inteligentemente significa comprender sus ilimitadas utilidades y ponerlos a trabajar en favor de nuestro crecimiento social y profesional.
Cuando su uso se limita a una forma de escapismo y aislamiento pueden convertirse en máquinas con capacidad de transformar negativamente las relaciones humanas, la visión del mundo y la sana inserción en el sistema social.
Tal vez esta reflexión suena a miedo a lo desconocido. Puede parecer ese tipo de terror al futuro que en tantas ocasiones ha estado presente en la historia de la humanidad, pero representa esa necesaria aproximación humanística a la tecnología, ese intento de mantener lo más esencial de nuestra naturaleza y de privilegiar siempre una visión crítica frente a todo lo que nos llega como promesa de un mundo y una vida mejor.
Sean cuales sean los rumbos que tome el mundo gracias a la tecnología, no podemos negar que el cambio terminará por tocarnos siempre, pero tampoco podemos permitirnos la actitud pasiva de aceptarlo todo sin reflexión y no cuestionar aquellos aspectos que pueden afectar la calidad de nuestra vida en sociedad.